Un trueno estalla a menos de una milla en este amanecer que perdió los colores. No es el mejor día para escapar, pero si quiero lograrlo, tiene que ser hoy.
El viento ruge y las ramas del sauce abofetean el cristal de la ventana. Otra niña tendría miedo, yo no. Ya me acostumbré. Llueve mucho en el norte de Florida y nada suena más lindo que la lluvia, ni siquiera Eroica. Una noche soñé que las notas de la sinfonía se colaban como peces en el ruido blanco del agua y se volvían un sonido homogéneo, único. Se lo conté a Amanda, porque mi hermana también sabe la partitura de memoria y ama los aguaceros. «Era la misma lluvia tocando el piano», le dije, pero sé que no lo entendió.
Choco me empapa la cara con largos lengüetazos hasta que exploto de risa. Me conoce mejor que nadie. Incluso sabe si he despertado antes de que abra mis ojos. Fue un regalo de papá en mi cumpleaños doce, luego de meses de búsqueda y extensas discusiones con mamá. Ahora tengo trece, y él, veintiuno, porque cada año de un perro cuenta por siete años humanos, o eso dice Amanda. Tiene que ser esa la razón por la que es tan paciente conmigo.
A estas horas María estaría entrando para recoger los almohadones regados por el suelo y colocarlos sobre el cobertor de satén, con la simetría y rigidez de una fila de ejército, tal como ordena mamá. Pero María no va a volver. En cuanto dio el portazo anoche, mamá dijo que buscará otra niñera, ¡cómo si hiciese falta! Además, no va a soportar su humor que cambia con la marca de cada vino. Ya han renunciado dos niñeras, un jardinero y tres domésticas en lo que va de año.
Con los salarios que mamá sube a internet, mañana mismo se nos hace una fila de niñeras en la puerta. Mi mejor oportunidad para salir es hoy. Aunque la lluvia y los truenos van cesando, las ramas del sauce continúan dando azotes casi rítmicos en el cristal. Choco salta de la cama, me tira por la manga del camisón y con sus patas musculosas hace tintinear la bandeja de acero inoxidable. Relleno un compartimento con bolitas de su bolsa –que ya va por la mitad— y en el otro vierto un pomo de agua que he sacado de la nevera del dormitorio. Para no distraerlo, no voy al baño hasta que termina de desayunar.
—Buenos días, Siri, ¿cómo estará el tiempo hoy? —le pregunto a la asistente inteligente. Su voz robótica me dice que la tormenta se disipa y será un día soleado.
Esperaré a que el sol seque la tierra. El sendero al lago va en bajada y se hace muy resbaloso con la lluvia. La primera vez que fuimos, Amanda y yo descendimos cogidas de la mano. En algún momento di un traspié y las dos rodamos cuesta abajo casi hasta el agua. No me soltó. Pensé que sería siempre así, pero ahora ella está en Boston y yo extraño sus manos armónicas a mi lado danzando sobre el teclado de nuestro Fazioli.
En ese entonces papá no había vertido la arena blanca alrededor del muelle y, cuando nos levantamos, parecíamos dos palillos envueltos en lodo. Lo recuerdo bien; ocurrió el mismo día que nos mudamos a esta casa. ¿Cómo olvidar nuestra llegada a la casona de los sauces? Las rejas del arco de piedra se abrieron frente a nosotros y papá condujo por el vasto camino de sauces llorones que da al jardín. Era verano y el olor de la lavanda nos alcanzó poco antes de llegar a la fuente de los caballos de bronce. Mamá comentó que ella prefería la lavanda inglesa. Luego nos tomó a mi hermana y a mí de la mano y danzamos dentro del ensueño púrpura, bajo la mirada feliz de papá. Eran los tiempos en que mamá reía, antes del accidente.
Mamá dejó de reír y hace dos años que está de mal humor. Amanda se fue al conservatorio y papá viaja más que una azafata; ahora mismo está en Nueva York, o eso nos ha contado. Y aquí me quedé yo con los susurros de los sauces, el borboteo de las fuentes, la esencia de la lavanda, los empleados de turno y la depresión amarga de mamá. Pero la señorita Davis asegura que también yo tengo posibilidades de entrar al conservatorio de Berklee. ¡Por supuesto que sí! Si hasta puedo escuchar los aplausos de mis giras internacionales.
—Un día nos iremos nosotros —le digo a Choco, que me lame las manos, agradecido—. ¡Solo nos faltan treinta y cinco años! —exclamo, y él salta feliz, sabe que no hablo de años humanos.
En el baño no demoro casi nada, mamá ha puesto grifos con sensores e inodoros inteligentes. Dice que es mejor; a mí no me parece mejor ni peor, es solo cuestión de adaptarse. Como María no está para ayudarme con la ropa, me decido por unos vaqueros y una camiseta de algodón que encontré en el primer armario. La camiseta es talla mediana y me queda suelta. No me gusta la ropa que comprime, para eso ya tengo a mamá.
Desenredo mi cabello y, en la base, justo donde empiezo a tejer la trenza, siento la cicatriz. Al terminar, el pelo me roza la cintura. Luego cepillo a Choco; tiene un pelaje lacio y fuerte, tan corto que se pierde entre los dedos. Le pongo el arnés, acaricio su cola, que es gruesa en la base y termina en punta, igual que mi trenza, y salimos al pasillo de herradura.
En cuanto doy el primer paso en la alfombra, se me aparece el pájaro. Revolotea de un lado a otro con rapidez y sus colores se fusionan. Hay días que me sigue a todas partes.
El pasillo de herradura es un ancho balcón de barandas de roble que da a la primera planta de las tres que tiene la casa. De este lado están nuestros dormitorios y, al frente, cinco habitaciones de huéspedes de donde, a veces, siento salir a papá muy temprano en la mañana. En cada punta de la herradura hay una escalera de quince escalones que dan al primer piso. Nos deslizamos por el pasillo evitando hacer ruido y, en el paso veintiséis nos paramos en seco, estamos frente a la puerta de mamá. El pájaro revolotea veloz, pero sin hacer ruido. Choco y yo acrecentamos nuestro sigilo y nos volvemos uno solo con tanta complicidad. A él tampoco le gusta despertarla. Ella jamás le ha hecho un cariño, dice que no le gusta distraerlo. Yo sé que lo odia, como a casi todo lo que llegó después del accidente.
Seguimos de largo y bajamos la escalera hasta el salón principal, donde se dispara la música del reloj de caja y suenan ocho campanadas. Pasamos cinco columnas de mármol a nuestra derecha y nos adentramos en el pasillo que da a la cocina del ala A de la casa. La del ala B no se usa desde que mamá dejó de hacer sus fiestas con cientos de invitados en las que Amanda y yo tocábamos el piano, vestidas de Oscar de la Renta o Roberto Cavalli. Me pregunto si dejó de hacerlas porque está muy triste o porque se avergüenza de nuestra nueva situación. Deben de ser las dos cosas.
Choco comienza a hociquear y segundos después me llega el olor a pasteles de cerezas que hace Rosario.
—¡Buenos días, niña Lucía! —me dice su voz, dulce como sus pasteles, y que hace eco en la soledad que caracteriza a la cocina los domingos; es el único día de la semana en que ella no tiene ayudantes.
—Buenos días, Rosarito —le digo en lo que me siento a la mesa y Choco se tira sobre mis pies. El pájaro de colores también se ha quedado quieto, igual que un cuadro—. ¿Ha mejorado el día? —le pregunto.
Ella camina hasta uno de los paneles de cristal que dan a la piscina y me responde desde allí.
—Sí, acaba de salir el sol. Es un día precioso, niña Lucía.
Suprimo la sonrisa instantánea que me provoca la información. Si hago las cosas bien, llegaré al lago sola, sin que nadie lo perciba.
Rosario me trae una taza con chocolate, rodajas de pan blanco rebozadas en mantequilla y un vaso de agua. Me da las vitaminas en la mano y no se mueve de mi lado hasta que me las tomo todas. Toco la porcelana de la taza y, como no estoy segura, sumerjo el dedo. No está caliente que queme, así que bebo un par de sorbos. En cuanto muerdo la primera tostada, que cruje antes de desbaratarse en mi boca, ella me alcanza una servilleta de papel y me limpio la mantequilla que ha empapado mis labios.
Si algo me gusta de los domingos es que puedo saborear el desayuno. De lunes a sábado trago como la gente en los concursos de comida y a las siete me siento al piano durante cinco horas con la señorita Davis. Este último año he ganado una destreza considerable y ya memorizo las partituras mucho más rápido. Luego del almuerzo llega la señorita Green, mi tutora docente. Mamá nunca nos permitió ir al colegio, considera que incluso los privados de este país son demasiado vulgares para nuestro apellido. No le gustó nada cuando Amanda se negó a hacer el instituto en línea. Desde entonces, no sé qué ha sido peor, si la lejanía de mi hermana o la cercanía asfixiante de mamá. No deja que las niñeras me pierdan pie ni pisada, en especial, desde que papá dijo que yo también puedo llegar al conservatorio y más lejos. «Si quieres graduarte de Berklee será desde casa, tú sí que no vas», me repite mamá.
El iPhone vibra en el bolsillo de los vaqueros y me doy cuenta de que tendré que dejarlo atrás para que el Life360 no le notifique a mamá si he salido de la casa. Rosario saca los pasteles del horno y el aroma de las cerezas horneadas suaviza el del café amargo con el que mamá baja su coctel de antidepresivos cada mañana.
—Voy a subirle el café a la señora Aguiar —me dice— ¿Necesita alguna cosa, niña Lucía?
—Pasaré la mañana leyendo en la biblioteca. ¿Me puedes llevar un pedazo de pastel cuando lo saques de los moldes, por favor?
—Por supuesto que sí. ¿Va estar en la biblioteca principal o en la suya? —me pregunta esta señora demasiado bonachona para sospechar que esta conversación es parte de una coartada planeada desde anoche.
—En la mía —respondo resuelta.
En cuanto Rosario se aleja con el café, Choco y yo salimos de la cocina. En la biblioteca él se tira en su sofá mientras yo deslizo mis dedos por los estantes. Enseguida me decido por mi gran debilidad: Harry Potter. Ya perdí la cuenta de las veces que he leído la saga. Llevo The Order of the Phoenix al escritorio y lo abro al azar. Luego de muchas páginas, reconozco que ni siquiera The Boy Who Lived retiene mi atención esta mañana. No es el pájaro lo que me desconcentra —no ha entrado a la biblioteca—, es mi fuga.
Vivimos en una propiedad con ciento doce sauces y, al fondo, en la parte baja, entre sauces, cipreses, pinos, robles y arces rojos, se esconde el lago más hermoso de este mundo. Es tan grande que solo desde el ático podemos apreciarlo en su totalidad. Desde los dormitorios, sin embargo, no se alcanza a ver el muelle ni el sendero que se pierde bajo las copas de los árboles. Aunque mamá nos llevaba a ver el mundo múltiples veces al año, los recuerdos más lindos que tengo son de nuestro lago.
Amanda y yo crecimos en sus mansas aguas, libres como peces. Al principio no nos dejaban ir solas, pero luego de tanto escaparnos, papá y mamá terminaron por convencerse de que hasta una trucha se ahogaría primero que nosotras. En verano nadábamos, competíamos con lanchas y motos acuáticas, o nos tirábamos de la cuerda del roble o del muelle, haciendo todo tipo de piruetas. En invierno pescábamos. Una vez cogí una lubina de casi tres kilos, un récord que ni siquiera papá ha podido romper.
Dan dos toques a la puerta y sé que no es mamá, la deprime mucho esta parte de la casa.
—Adelante —digo.
—Con permiso, niña Lucía. —Rosario entra y Choco se revuelve en su sofá.
—¿Ha dicho mamá qué va a hacer hoy? —le pregunto, aunque sé que los domingos solo baja por la tarde y va directo a la bodega que tenemos en el ala B de la casa.
—Decir no dijo nada, solo me pidió que le suba el almuerzo a la una —comenta Rosario en lo que acomoda la bandeja sobre la madera del escritorio.
—Huele delicioso —le digo olfateando el dulce—, no necesitaré almuerzo.
—Apenas son las diez, niña Lucía.
—Sí, pero hoy quiero almorzar pastel. Tengo que leer todo esto, así que no te extrañes si no salgo de aquí hasta bien tarde —le digo, convencida de que no tiene ni idea de qué tipo de libro es este.
—Bueno, si necesita cualquier cosa es solo llamar.
—Gracias, Rosarito.
—Estoy para servirla, niña —dice a la salida.
Doy tiempo a que sus pasos se disipen en la distancia, dejo el Iphone sobre el escritorio y salgo con Choco a la sala de estar frente a la biblioteca. En esta sala hay una puerta que da a un lateral de la casa y tiene acceso al fondo sin atravesar el área de la piscina. Cierro la puerta a mis espaldas y avanzamos por un estrecho pasillo relleno de piedras lisas. Dejamos la casa atrás, hacemos una derecha y nos adentramos en la acera que corre a lo largo de la cancha de tenis. Esta es la parte más arriesgada, si Rosario sale al jardín, podría vernos. Tanto aceleramos que llegamos al sendero del lago casi corriendo. Me agacho para recuperar el aliento y me doy cuenta de que apenas he respirado desde que salimos de la casa.
Los robles y arces rojos a ambos lados del sendero nos dan sombra y los sauces llorones aprovechan las breves brisas para susurrarse sus secretos. Cuanto más nos adentramos, menos posibilidades hay de que nos vean Rosario o mamá y mi corazón va desacelerando. La tierra está húmeda, así que avanzo despacio con Choco, que conoce el camino tanto como yo, y con el pájaro, que también ha venido y, de tan rápido que vuela, le prendieron fuego las alas. Tomó prestada la tonadilla de un cardinal rojo, que vuela cerca, y parece más vivo que nunca. Mamá no me creyó cuando le conté sobre él, pero la doctora Miller me dio la razón. Dijo, además, que se irá con el tiempo. Qué lástima, ¡es tan hermoso!
A medida que nos aproximamos, el sendero se vuelve fangoso y nos movemos con prudencia para no resbalar en el tramo de pendiente que nos queda. Choco olfatea con vigor este olor infinito a tierra, hierba mojada, hojas secas y agua fresca. Unos patos graznan y chapalean, y él tira del arnés con gruñidos que me recuerdan lo grande que es. Hemos llegado al lago.
Doy los primeros pasos en la arena que hace de esta parte una pequeña playa y me quito las zapatillas y los vaqueros. Mis pies se van hundiendo en los granos gruesos y en cuanto tocan el agua, Choco ladra y tira del arnés para atrás. Incluso en él ha volcado mamá su miedo a este lago en calma.
—Está todo bien —le digo y él comienza a ceder, y entra, como el buen amigo que es.
Avanzamos a lo largo del muelle y nos quedamos a menos de la mitad, donde el agua me moja la punta de la trenza. Choco nada a mi alrededor y yo abrazo uno de los pilotes de madera y me sumerjo.
Bajo estas aguas los sonidos escapan de mí o yo escapo de ellos. Soy libre por un momento.
Choco comienza a gemir y volvemos casi a la orilla, a la sombra del roble. Me acuesto dentro del lago y apoyo la cabeza en el margen, justo donde el agua me tapa las orejas. Choco se echa a mi lado. Me quedo así, casi flotando, aunque siento el suelo en todo el cuerpo. Me pregunto cuándo fue la última vez que vine sola. No lo recuerdo, pero tenía menos años y mamá no era la trastornada obsesiva que ahora nos trata como a bebés.
Tampoco sé cuánto tiempo ha pasado cuando los ladridos de mi mejor amigo rompen la calma. Levanto la cabeza y escucho gritos a lo lejos, tan lejos que no se entienden, pero tampoco hace falta. Vuelvo a sumergir los oídos en el agua y escapo de ellos.
«¡Lucía! ¡Niña Lucía! ¡Lucía!», oigo las voces de mamá y Rosario cuando ya están casi sobre mí. Mamá me agarra por un brazo y me tira del agua con tanta prepotencia que duele. Caigo al suelo sin soltar el arnés y las rodillas se me entierran en la arena. Mamá me da un bofetón y el labrador de más de treinta kilos salta sobre ella con gruñidos terribles.
—¡Choco, para! ¡Choco! —le grito, tirando del arnés con todas mis fuerzas, hasta que se echa a mis pies, y los lame, y gime como un cachorro.
—¿Cuándo lo vas a entender, Lucía? —me grita mamá desde lejos, donde se ha puesto a salvo de Choco.
—¿Entender qué? —le pregunto.
—Que tienes que asumirlo de una vez, que las cosas no pueden ser como antes, ¡que estás ciega, Lucía!—me grita—, ¡que no puedes ir por ahí pretendiendo que no te has enterado!
Choco gruñe a mi lado. Rosario se ha quedado tan muda que ni su respiración se oye y me cuesta descifrar su ubicación.
Hay mucho dolor en las palabras de mamá, pero también mucha rabia. Rabia porque por primera vez la vida le tiró un limón y ella no hace más que exprimírselo en la lengua. Rabia porque sus fotos de familia perfecta en Instagram se llenaron de citas de «fuerza, familia» y «Dios los ampare». Rabia porque yo perdí la vista y ella perdió el rumbo.
Hace dos años que solo veo este pájaro que ha diseñado mi cerebro —la doctora Miller lo llama Síndrome Charles Bonnet— y me explica que un día ni siquiera lo veré a él. Pero es mamá quien se ha quedado ciega. Tan ciega que no se entera de que se le fueron todos, de que se ha quedado sola en la casona de los sauces. Tan ciega que no puede ver que un día yo también me iré.
Acaricio el pecho fuerte de Choco hasta que deja de gruñir y se hace un silencio espectral en un lago lleno de cosas vivas. Mamá lo rompe con pasos largos que se alejan, los de Rosario se acercan. Llega a mí y me alcanza los vaqueros y las zapatillas.
—Vamos a casa, niña Lucía —dice la voz que voy a extrañar más que sus pasteles cuando dimita.
Sé que tampoco ella se quedará.
Dejo atrás la arena y comienzo a subir el sendero con la guía de Choco. El pájaro va delante, se ha hecho el doble de grande. Vuela alto, y con cada giro suelta chispas sobre mí, chispas que no queman. Es todo fuego, todo luz.
Emma Glondys
Lee mi relato Mataron a Lola
7 comentarios en «La CASONA de los SAUCES»
Un relato elegante y delicadamente misterioso como un Sauce.
Muchas gracias, Jinny 🙂
Me fascina que la lectura sea tan amena; con una escritura sencilla, y a la vez tan cargada de frases detonantes que necesitas leer más de una vez. Los diálogos le dan mucha alma y calidez a la historia. Me encantó ????????????
Muchas gracias por tus palabras, Judith 🙂
Muy bonito!
Muchas Gracias 🙂
¡Qué recuerdos!